Lo guardaba en un cajón de aquella cómoda de laca blanca y con tiradores dorados que había rescatado de su antigua vivienda.
Su existencia le había pasado desapercibida desde que lo comprara un día soleado de verano en una corsetería de lujo de unos grandes almacenes.
Pero cuando supo que él podría venir a complacerla, el recuerdo de la prenda le vino de súbito a la memoria y se precipitó a abrir el mueble y comprobar que seguía allí intacto, cuidadosamente doblado en su envoltorio de celofán transparente.
Se desnudó y se dejó acariciar por su tacto de seda aterciopelado. Luego, ya con el rubor reflejado en sus mejillas, se acercó con un bamboleo sinuoso al espejo que estaba en el distribuidor junto a su alcoba. Allí vio reflejada su imagen todavía atractiva, todavía deseable, comprobando como sus curvas eran aún más, si cabe, realzadas y marcadas por el diseño del camisón.
Luego vino la dulce espera…
Noche tras noche se enfundaba en él, sintiendo su caricia, soñando con el calor de la boca de su amado, añorando ser poseída de nuevo por sus abrazos. Cuando desistía en la espera, en el transcurrir de los minutos, las horas, arrebolada por los apasionados recuerdos de anteriores encuentros, se auto-complacía hasta llegar al éxtasis que tanto anhelaba compartido.
Una madrugada, al fin, su móvil, situado desde entonces junto a su almohada, la despertó anunciándole la tan ansiada visita.
Ahora la prenda, aquel camisón de seda, guarda imágenes que le fueron prohibidas cuando pasó a dejar desnudo el cuerpo que lo vestía…
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