El coche se deslizaba con prisa hacia ninguna parte.
A ambos les encantaba la velocidad y él en vez de pisar el freno, reducía la velocidad empuñando el extremo del cambio de marcha con mano firme, aquel cambio de marcha que a ella le recordaba su miembro cuando erecto y arrogante la invitaba a hacerla suya en cualquier rincón. Así las curvas se hacían gráciles y misteriosas sin permitirles apenas adivinar lo que aquel paraje agreste del acantilado gallego les podría deparar.
De repente apareció ante ellos erguido, solitario, dominando totalmente el paisaje, sus hojas vencidas por el peso de aquellos racimos de color oro ocre, en plena orgía de floración y fecundidad.
Ella absorta como estaba ante semejante belleza, se vio sorprendida por lo brusco de la frenada y, antes de que pudiera preguntarle qué estaba pasando, lo vio trepar decidido y vigoroso hacia el árbol al que le arrebató unas ramas de mimosa que corrió a depositar en las faldas de su amada mientras sus labios se posaban suavemente en su boca y la atraía asiéndola por la cintura para que apreciara la pasión que su masculinidad destilaba...
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